Solemos escaparnos por la tangente de la supuesta tolerancia: son sus costumbres, hay que respetarla | Columna de Martín Caparrós

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Martín Caparrós, El País, 26 de febrero de 2022
Decidieron matarla. Ella se llama Aneeqa Ateeq, tiene 26 años y unos jueces de Rawalpindi, Pakistán, la condenaron a la horca. Un hombre la acusó de haberle mandado por WhatsApp unas imágenes; Aneeqa dice que él le tendió una trampa porque lo rechazó. El tribunal no muestra las imágenes —so pretexto de que entonces se haría cómplice. Pero informa de que son chistes sobre un señor Mahoma que vivió hace 1.500 años, del que muchos creen que se conectaba con un personaje que llaman Alá. Por eso dicen que decir sobre él cualquier cosa que no acepten sus textos oficiales es una blasfemia. Y en Pakistán la blasfemia se paga con la muerte.
La palabra blasfemia suena fuerte: quizá sea esa efe o el final en emia, que nunca anuncia nada bueno. La palabra blasfemia suena antigua: de tiempos en que unos pocos decidían lo que todos podían o no podían decir, lo que podían o no podían hacer. La palabra blasfemia viene del latín blasphemia y del griego ídem y todavía significa, según la Academia, “palabra o expresión injuriosas contra alguien o algo sagrado”. La palabra blasfemia suena ajena: no lo es.
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