Fueron los legisladores de 1931, y luego el poder ejecutivo del Estado con sus prácticas de gobierno, los que se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso predominante en el país”.
«Carta colectiva del Episcopado español a los obispos del mundo entero»,
1-VII-1937

Julián Casanova, InfoLibre, 15 de octubre de 2021
La Iglesia vivió la llegada de la República como una auténtica desgracia. De golpe perdió al rey, su fiel protector, y tuvo que afrontar una oleada de anticlericalismo en el parlamento y en la calle. «Hemos ya entrado en el vórtice de la tormenta», le decía Isidro Gomá, entonces obispo de Tarazona, al cardenal de Tarragona Francesc Vidal i Barraquer en una carta fechada el 15 de abril de 1931, al día siguiente de proclamarse la República, cuando a nadie le había dado todavía tiempo a «torcer bruscamente» el sentido religioso de la historia de España.
Con la llegada de la República salió también a la luz una enconada lucha, de fuerte carga emocional, por los símbolos religiosos. La Marcha real, que durante la monarquía se escuchaba siempre en la misa en el momento de la consagración, pasó a considerarse una de las señas de identidad de la reacción, una provocación, igual que las procesiones. La retirada de los crucifijos en las escuelas provocó lloros en muchos pueblos del norte de España. Otros protestaron por la supresión de las procesiones. Así de estrecha era la identificación entre el orden y la religión, la monarquía y la política autoritaria de derechas.
Se echó la culpa a la República de perseguir obsesivamente a la Iglesia y a los católicos cuando, en realidad, el conflicto era de largo alcance y hundía sus raíces en las décadas anteriores. No es que España hubiera dejado de ser católica, por emplear la gráfica expresión de Manuel Azaña, con la que quería decir que la Iglesia ya no orientaba la cultura española, que hacía tiempo que había dado la espalda a las clases trabajadoras. Es que había una España muy católica, otra no tanto y otra muy anticatólica. Había más catolicismo en el norte que en el sur, en los propietarios que en los desposeídos, en las mujeres que en los hombres. La mayoría de los católicos eran antisocialistas y gente de orden. A la izquierda, republicana u obrera, se la asociaba con el anticlericalismo. Nada tiene de extraño que la proclamación de la República trajera días de fiesta para unos y de luto para otros.
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