Como habitante atea en un Estado aconfesional solo aspiro a que este derive, más pronto que tarde, hacia un laicismo (no fundamentalista) que no se inmiscuya en la multiplicidad de prácticas religiosas existentes entre la población, pero tampoco privilegie (legal, fiscal, judicial o financieramente) a ninguna de ellas.

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Marisa Pérez Colina, El Salto, 8 de febrero de 2022
Cantabria, a finales de la década de 1970. Entre los 8 y los 10 años solía acompañar a mi abuela a rezar el rosario en la ermita de su pueblo, mi pueblo en vacaciones. Me gustaba ver a las mujeres acariciando una a una las cuentas de sus rosarios, escucharlas cantar, enredar mi mirada en los encajes de los pañuelos que cubrían sus cabellos. Un día que llevaba puesto un vestido de tirantes, mi abuela me dijo que para subir al rosario tendría que cubrirme con una rebequita. El vestido me gustaba mucho pero la rebeca picaba. Así que esa tarde no la acompañé a la iglesia. No volví más. Le cogí miedo a la cosa desconocida que quería verme los hombros. Las intuiciones infantiles son muchas veces asombrosas y qué duda cabe de que esa animadversión de las religiones en general y de la católica en particular por todo lo relativo a “la carne”, despierta, como poco, una desazonante inquietud.
Me he acordado muchas veces de este episodio. La última vez, cuando leí las conclusiones del informe de la comisión independiente que, en Francia, ha investigado los casos de pederastia en el seno de la Iglesia entre los años 1950 y 2020: al menos 216.000 menores fueron víctimas de pederastia en el seno de la Iglesia católica francesa en los últimos 70 años.
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