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Pedro Luis Angosto, Nueva Tribuna, 25 de agosto de 2022
El sistema educativo de un país moderno no puede funcionar adecuadamente sin que las distintas partes que lo integran estén coordinadas y coincidan en un mínimo de objetivos, objetivos que creemos deben perseguir la formación humana de los alumnos dentro de valores como el respeto a los demás por muy distintos que sean a nosotros, la solidaridad, la autoestima, la búsqueda de la justicia, la defensa de la libertad y de los derechos humanos; y la formación intelectual, que debe adecuarse, mediante un tratamiento individualizado de los alumnos y los instrumentos suficientes para que éste sea eficaz, a las capacidades de cada cual, intentando en cualquier caso que ningún niño o adolescente sea marginado del sistema. Siempre habrá un itinerario, un procedimiento para que el principal protagonista del sistema pueda desarrollar sus potencialidades y habilidades.
Al Estado corresponde crear un marco legal estable y ágil -lo menos burocratizado posible- que permita a profesores, padres y alumnos poder desarrollar su actividad de forma armónica, satisfactoria, eficaz y estimulante, alejando de una vez por todas el fantasma del desistimiento que desde hace años quiere instalarse en nuestros centros educativos, antes llamados escuelas. Para que eso sea posible, el Estado -y entendemos como Estado al conjunto de las Administraciones Públicas con competencia en la materia- debe concentrar todo su esfuerzo económico -mucho mayor que el actual- en las escuelas públicas laicas, sin interferencias de creencias religiosas de ningún tipo ni de trasvases de caudales a empresas educativas privadas que, en todo caso, deben sostenerse como cualquier otra empresa privada.
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