La Iglesia española y la propaganda antirrepublicana del Miedo: el antijudaísmo

Los judíos, para la iglesia española, eran malévolos en su difusión del libertinaje moral pero también como propulsores del bolchevismo. Resultaban un peligro constante para la Fe y el contacto con ellos era una amenaza permanente para los cristianos. El antijudaísmo de la derecha española buscaba su conversión religiosa y no su desaparición étnica. 

Lucio Martínez Pereda, Nueva Revolución, 1 de agosto de 2022

El miedo resulta fundamental en la propaganda política. Movilizado como temor ante la pérdida de un bien tiene gran capacidad para influir en las toma de decisiones políticas de la ciudadanía. La llegada de la república en 1931 supuso la apertura de un horizonte de incertidumbre. El futuro al que se tenía temor aún no se había manifestado en ninguna realidad conocida. El peligro, que aun carecía de rostro concreto, podía ser múltiple. La falta de conocimiento sobre el desenlace de los hechos futuros derivó en la posibilidad de que los escenarios y contenidos de ese miedo fueran innumerables. La toma de conciencia de múltiples amenazas fue astutamente desencadenada por un conjunto propagandístico que consiguió enlazar unos temores con otros y estimular un estado de consciencia colectiva de peligro. La estrategia de esta propaganda abierta coincide con la estructura psicológica del miedo humano. Jean Delumeau en su magnífica obra “El miedo en Occidente” hablaba de un miedo único, idéntico a sí mismo e inmutable en las especies animales: el miedo a ser devorado. El miedo humano, en cambio, hijo de la imaginación, no es uno sino múltiple, no es fijo sino perpetuamente cambiante. Esta condición de apertura e indeterminación del miedo humano fue aprovechado por la derecha española como basamento psicológico para activar toda la propaganda antirrepublicana.

Desde abril de 1931 la anterior sensación de seguridad de la etapa monárquica desapareció con la llegaba de la república. Los católicos perdieron la seguridad en sí mismos. El sentimiento religioso y la perdida de seguridad ligada al cambio de régimen fue un factor de cohesión social común a las distintas ideologías de derechas, hábilmente recogido por la propaganda. La apelación a la inseguridad y a la religión dañada se activaron como factores de cohesión situados por encima de las diferencias ideológicas de los partidos de derechas.

Esta homogeneización entorno al sentimiento religioso dañado por las medidas de modernización de la política religiosa de la II Republica hizo posible transferir la responsabilidad sobre lo que estaba sucediendo a una comunidad ajena a la nacional- religiosa, una comunidad propagandísticamente simbolizada bajo la forma de un enemigo coordinado por la intención de destruir de la patria.

Ese miedo radical al futuro se sostenía en una visión cosmológica del mundo entretejida de miedo angustiante y advertencias apocalípticas. La República, como representación política del Mal, fue explicada como el resultado final de un proceso histórico de desnaturalización y sometimiento a influencias ajenas, contrarias a la tradición de lo español. Los católicos en el relato propagandístico antirrepublicano fueron presentados como las victimas sociales de la política laica, el sentimiento de humillación se empleó como una motivación emocional con potencialidad para activar el compromiso personal en la lucha contra la república. La idea de un sufrimiento precisaba de un mito que dotara de dimensión transcendente al esfuerzo. La propaganda transmitió de manera eficaz ese sentimiento victimista: creó un conjunto de lugares comunes entorno a la idea de que las medidas restrictivas que constreñían la práctica religiosa habían sido decididas con la intención de atacar a los católicos españoles.

El relato histórico de la patria, en la propaganda antirrepublicana, tenía en la idea de la decadencia uno de sus fundamentos: una decadencia originada en una desviación de la religión como elemento constitutivo de la política y la organización social. La última consecuencia de esa desviación era la Republica. España, desde la “caída” había perdido su fuerza y resultaba necesario recuperar el antiguo esplendor de antaño. El pasado servía como refugio inmemorial para volver a una temporalidad en la que la palabra de Dios constituía el centro sagrado de la Nación. Resultaba necesario devolver a la Nación la identidad perdida de un vínculo social constituido por la religión. La unidad religiosa conseguida por los Reyes Católicos era el símbolo histórico del pasado mítico al que había que retornar una vez se ponga fin a la republica anticatólica. Desde el decreto de expulsión de 1492 el judaísmo trabajaba vengativamente para provocar la destrucción de la nación española, para ello se confabula con la masonería.

Pero no se trataba únicamente de las aniquilación de la nación, sino también de hacer desaparecer la voluntad de Dios. La propaganda de derechas se articuló entorno a la concepción propia del teologismo político que ponía los asuntos políticos por debajo de la religión. La soberanía de Dios era perpetua y no podía aceptar limitaciones, ni mucho menos sometimientos a marcos legislativos que no tuvieran como fundamento la moral religiosa. Dios era el “corpus morale et politicum” del estado y aquello que contribuyera a impedirlo se consideraba un ataque a la religión. El patriotismo y la nación respondían a una obligación defensiva y a un vínculo que el individuo adquiría con esa esencia del pasado.

Aunque el antisemitismo careció de capacidad movilizadora, se usó como instrumento para constituir el perfil propagandístico de los revolucionarios antipatrióticos. El judío formaba parte del conjunto de elementos que daban forma al miedo y a la figura del enemigo subversivo. Funcionaba como representación arquetípica usada para estructurar el imaginario del Mal revolucionario. Los judíos, servidores del demonio y asesinos de Cristo, eran revolucionarios bolcheviques, decididos a destruir su principal enemigo: la civilización cristiana, pero también malintencionados financieros que desde sus despachos de Walt Street producían la depresión económica mundial. Como veremos a continuación, su presencia propagandística sirvió para convertirlos en la identidad absoluta de una imagen de malignidad que no precisaba demostrarse con actos concretos.

El antijudaísmo español careció de las características propias del biologismo eugenista racial del nazismo alemán. En el antisemitismo nazi la maldad judaica derivaba de su “raza”, era el resultado de un condicionante biológico independiente de la voluntad individual. La iglesia católica española, en cambio, ligaba la maldad del judío a la práctica religiosa: los judíos podían redimirse convirtiéndose al cristianismo y ser perdonados tras su bautismo. Los judíos culpables de haber asesinado a Jesús era una cuestión que aún se trataba en la teología, la doctrina y la liturgia de los años 30. Los judíos, para la iglesia española, eran malévolos en su difusión del libertinaje moral pero también como propulsores del bolchevismo. Resultaban un peligro constante para la Fe y el contacto con ellos era una amenaza permanente para los cristianos. El antijudaísmo de la derecha española buscaba su conversión religiosa y no su desaparición étnica. Las diferencias entre ambos tipos de rechazo a lo judaico son notables y no solo tienen que ver con la ideología sino con sus objetivos: el español buscaba la conversión del judío para conseguir la purificación social, el nazi quería la eliminación del judío para conseguir la purificación racial, el español pretendía convertir a un colectivo incompatible con el orden religioso, el alemán quería eliminar a un pueblo incompatible con el orden ario.

Pero la presencia de la comunidad judía en aquel momento en España era muy escasa, prácticamente inexistente. Apenas llegaban a unos pocos miles en Andalucía, Cataluña, y el protectorado de Marruecos: un colectivo con muy poca visibilidad real. Resultaba difícil encontrar a algún español del momento que hubiese conocido a algún judío. Entre la población no existía temor a la convivencia diaria, a la mezcla de sangres, tampoco preocupación por el desplazamiento de nuevas elites instaladas en los centros de poder. No existía convivencia y contacto social importante como para que el Judío pudiese presentarse como chivo expiatorio hacia el que dirigir las frustraciones de una clase obrera golpeada por los efectos de una crisis económica, tal y como sucedió en la Alemania nazi. No había causa alguna que apuntase en la dirección de lo que podríamos llamar temores de sustitución ante un” cuerpo extraño” y consecuentemente el antisemitismo no encontró expresión política electoral, como había sucedido en Francia o en Alemania. El estereotipo antijudaico era una “fantasmagoría” que respondía a la vigencia de un imaginario acuñado por la tratadística religiosa anti-judaica, un viejo “thopoi” que llegaba al presente por la transmisión generacional de una cultura católica que representaba desde la Edad Media al judío como pueblo deicida.

El judío carecía de imagen pública real, no era un grupo de conductas cotidianas visibles: el yidish no se oía en las calles, sus ritos de observancia alimentaria Kosher no se percibían en espacios públicos. Esa inexistencia social no dificultó su uso propagandístico, más bien lo contrario. La falta de visibilidad del judío- vendría a confirmar su capacidad para ocultarse, lo cual a su vez era el resultado de una maliciosa habilidad para disimular su poder. Se instalaba así una difusa incertidumbre que daba validez a un “enemigo enmascarado” como figura metafórica del Mal. La mentira y engaño- estrategias constitutivas de su maligna naturaleza- les llevaba a buscar el ocultamiento para garantizarse una mayor capacidad para hacer daño. La imagen del enemigo enmascarado permitía transmitir la idea de que existían maquinaciones políticas por debajo de la propia política. Esta política oculta tras la política no se evidenciaba, según la propaganda, en las declaraciones de los representantes de los partidos republicano o revolucionarios, sino en el resultado final de sus acciones, que nunca era el que parecía a primera vista. Los judíos, como encarnación simbólica del principio del mal , apoyaban a la Republica. Para ello se valían de una organización, la masonería, que recogía a los enemigos de la Religión católica y a los que apoyaban la república. En la estructura compositiva de esta alianza el judaísmo figuraba como la cabeza rectora que da órdenes a su brazo masónico: ambos componían las partes de un monstruo satánico.

En este ambiente de odio religioso, la propaganda antirrepublicana y antijudaica sirvió para dar cita a varias figuras de la alteridad extrañada y antipatriótica: el judío, el bolchevique, y el masón. Los tres buscan mediante su “emboscamiento” introducirse como “virus” en el cuerpo social de la patria. La tradicional figura del judío errante conformó la idea de un internacionalismo conspirador adversario de la patria: podía ser el enemigo perfecto para cualquier patriotismo y el elemento imprescindible en cualquier teoría de la conspiración; las realizadas por la Rusia soviética en los años 30, o las llevadas a cabo más tarde por la ONU

El judaísmo, además, tenía otra virtualidad muy apropiada para los objetivos propagandísticos: era el enemigo más antiguo del cristianismo. Su origen histórico anterior al marxismo servía para proporcionarle a la propaganda un fundamento que hundía sus raíces en la tradición de la religión católica, lo cual fortalecía la idea de que los mensajes propagandísticos estaban por encima de los intereses de la lucha política, incluso sobre las cambiantes contingencias de los sucesos históricos. La preteridad del mal judaico sobre el bolchevismo era un argumento que ya había superado con éxito la prueba de fuego para medir sus efectos propagandísticos, tal y como había sucedido en Alemania con las campañas electorales del partido Nazi.

El tradicional miedo y odio religioso al judío fue empleado por la derecha católica española para construir la figura propagandística del “enemigo enmascarado”, que a su vez sirvió para presentar la República como representación política del Mal y estimular el levantamiento en armas contra ella La propaganda antijudía en España se inició tempranamente. En la campaña de las elecciones de abril de 1931 se presentaron las listas conjuntas de republicanos y socialistas como una decisión tomada por una malévola organización judeo-masónica. Todas las fuerzas de la derecha española, sin excepción, recurrieron al anti judaísmo para desprestigiar a las fuerzas republicanas. Los judíos y sus aliados masones estaban detrás de los intentos de desintegración del orden económico, nacional y religioso.

La prensa católica mostro un especial empeño en esta propaganda, especialmente los periódicos controlados por la Editorial Católica y los medios próximos a la ACNP. Dentro de la relación de periodistas que trabajaban para estas asociaciones, Enrique Herrera Oria fue el que más artículos dedicó a vincular la república con el judaísmo. En diciembre de 1933 se refería a las leyes educativas republicanas como el resultado de una conspiración judía, masónica y antipatriótica contra la religión cristiana: “quieren corromper a los niños y a las niñas para destruir la familia cristiana”. Para enraizar en la realidad el miedo difuso a un enemigo poco visible, entre 1933 y 1936 la prensa controlada por las editoriales católicas, hacía frecuente publicación de noticias de robos, asesinatos y actos violentos atribuidos a judíos.

La atribución al judío de ataques organizados contra la religión católica comenzó tempranamente. En febrero de 1932, en pleno debate sobre la cuestión religiosa, se avisaba de la existencia de una campaña antirreligiosa trazada por judíos y masones: “donde quiera que la persecución contra la Iglesia católica se desata, allí (están) unidos estrechamente, masonería y judaísmo”

Si hubo un periódico que se distinguió por su marcado anti judaísmo ese fue El Siglo Futuro. Desde los años 20 se había hecho evidente su obsesión apocalíptica por explicar los “males de España” como resultado de la alianza entre la masonería, el judaísmo y el comunismo internacionales. Entre abril de 1935 y mayo de 1936 mantuvo una sección fija semanal titulada «Página crítica sobre sectas», con títulos como: «Unión afectiva entre judíos y masones», “Por qué son odiados los judíos”, “Judíos y bolcheviques” «Datos históricos sobre la unión de judíos y bolcheviques para hacer la revolución» «Influencia judía. Alianza masónico-judía» o «Ataque masónico-judío a la enseñanza católica en España”

El conjunto de medidas legislativas laicistas republicanas colmó el imaginario del medio entre los votantes católicos de derechas. La ley de Congregaciones fue una medida de política religiosa que buscaba terminar con la financiación estatal de la iglesia. Sus planteamientos se fueron rebajando en el parlamento por las presiones de los partidos de la derecha, la acción del Vaticano y la prensa católica. Lo cierto es que la ley entró en vigor en 1933 y no pudo ser aplicada por la derrota electoral de socialistas y republicanos. El gobierno únicamente tuvo tiempo para confiscar los bienes de la Compañía de Jesús, y ello muy limitadamente, ya que sus propiedades estaban colocados a nombre de terceros, su patrimonio inmobiliario, sobre todo el urbano, quedó amparado en los registros de la propiedad bajo la titularidad de empresas que en principio carecían de relación alguna con la Compañía. Pero anteriormente, la respuesta de prensa católica a la Ley de Congregaciones se refería al entonces proyecto como una trama demoniaca organizada por anticuarios judíos que viajaban por España para comprar obras de arte religiosas:

“¿En qué derecho divino o humano puede fundamentarse que los bienes dedicados a Dios sean adjudicados a la propiedad de la nación donde radican? Semejante atentado a un derecho divino, solo puede explicarlo ¡una trama diabólica!, en la que toma misteriosa parte la proverbial avaricia judaica sirviéndose de su decisiva influencia en la secta masónica, con miras al acaparamiento del tesoro artístico de la Iglesia española, el más original y apreciado de los amantes del arte. Hace años que legiones de anticuarios judíos recorren catedrales, conventos y hasta las más humildes parroquias; con sus ojos fijos en nuestro tesoro sagrado”

El judaísmo, como no, también fue responsable de la revolución de 1934. “España entera está convencida hasta la saturación, de que el intento soviético perpetrado en Asturias, coincidente con el intento filibustero realizado en Barcelona, (…) es una gestación premeditada, y laboriosa que se proyectó en la Logia, por resolución de los poderes internacionales y tenebrosos del judaísmo y del marxismo “

Una vez conseguida la victoria por las armas, el franquismo no renuncio a las ventajas de esta propaganda y siguió recurriendo a ella, adaptándola a las nuevas necesidades. El Judío, bajo la forma propagandística de “El enemigo enmascarado” retornó como figura metafórica del Mal. Durante la guerra sirvió para estimular entre la población de la retaguardia franquista una actitud vigilante contra los actos de resistencia de los republicanos que quedaron aislados en la zona alzada. Tras la victoria de 1939 resultó útil para transferir al “complot” la responsabilidad en la subida de precios de los alimentos, consecuencia de la nefasta política económica autárquica. Las periódicas campañas de la prensa de los años 40 incluían constantes referencias a los vendedores en los mercados negros y a los acaparadores como “judíos emboscados”.

La teoría del enemigo oculto- ampliamente extendida durante la autarquía- se mantuvo activa incluso cuando la dictadura consiguió el reconocimiento internacional que garantizaba su supervivencia. Según refiere Franco en unas declaraciones realizadas en 1956 al diario estadounidense New York Herald Tribune, el ocultamiento y el secreto eran tácticas propias de los comunistas, aprendidas de los judíos. Los comunistas, caracterizados por su “camaleonismo”- según Franco- cambian de táctica adaptándose a las nuevas circunstancias, en ocasiones haciéndose pasar por socialistas, otras por anarquistas, y cuando resulta imprescindible, por liberales.

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