El peso de la Losa del Tiempo

El pasado que se construye desde el presente

«La Losa del tiempo» de Carlos Suárez en el cementerio de La Carriona, Aviles / Un símbolo contra el olvido

Pablo Martínez Corral, 25 de junio de 2022

El viejo ciprés era quizás en aquel cementerio el último testigo de los sucesos de la Guerra civil en la ciudad. Ya viejo y seco aún guardaba en su seno los zarpazos de aquel suceso; como si de una metáfora se tratase su tronco había sido fusilado en más de una ocasión por alguno de los contendientes, siendo testigo silencioso del horror y, cómo no, también de la maldad humana. El tiempo quiso que esas muescas de bala­ fuesen el único vestigio vivo de la violencia política que atravesó Avilés

Y es que los cementerios siguen siendo una de las fuentes más importantes sobre la Guerra civil y sus consecuencias. El pasado se acumula en los cientos de fosas, de lápidas y también en los registros que nos cuentan quién, cómo y dónde era enterrado un cadáver. Cadáveres ilustres, cadáveres con nombre; pero también desconocidos, mujeres y hombres expulsados del paraíso de la memoria pública, del recuerdo colectivo y de la propia memoria familiar.

Porque un cementerio es el lugar donde confluyen muchas memorias, memorias colectivas, como los grandes mausoleos que adornan las calles principales del cementerio; pero también las memorias políticas, que pretenden crear una memoria institucional, un relato simbólico del pasado, con la finalidad de generar una conciencia histórica sobre determinados hechos. Además, tenemos una categoría de memoria más íntima, de recuerdos tejidos en el silencio, recuerdos traumáti­cos muchos de ellos que representan otra versión de la historia.

La Guerra Civil está presente en el cementerio de La Carriona desde julio de 1936, más de 400 cadáveres son enterrados en distintos lugares del cementerio esparcidos por sus entrañas. La mayoría son soldados que mueren en la contienda, muchos olvidados, muchos jóvenes que portaron alegremente las armas pensado en que la guerra era un juego, otros obligados, a regañadientes, pero con el mismo destino, fosas comunes no cubiertas por la gloria. Otros tantos muertos son civiles, niños, mujeres y ancianos que se convierten en objetivos militares y que son bombardeado. Condenados al hambre y al hacinamiento son engullidos por el silencio.

La violencia política está muy presente, los asesinatos de los contrarios, aquellos que ya no pueden seguir en la comunidad, los que son arrastrados al cadalso por esgrimir sus ideas. Quizás es Lumen, nuestro poeta, quien se representa el icono de esa barbarie. Los fascistas lo matan porque es peligroso, porque con su pluma defiende la República, las balas firman su último alegato por la defensa de la democracia. Es esta categoría de muertos y desaparecidos la que más pesa, la que nos impide abrir el dialogo, la que más reproches origina. La losa del tiempo quiere engullirlos, olvidarlos en el anonimato, apartarlos de la reflexión y del debate frente a ello, las sillas, que emergen representando a una parte de la sociedad que pide conocer su pasado y establecer un dialogo con ese pasado incómodo.

Desde los primeros momentos se organizaron actos y procesiones. El Franquismo erigió su relato en el cementerio, una memoria selectiva solo para sus partidarios. La gran cruz de los caídos es sin duda el testimonio más directo de las pretensiones memorialistas del régimen, una cruz que sobresale sobre todas las demás. Esa obra brutalista contrasta con el mausoleo que las viudas de guerra erigieron durante la Transición cuando emergió otra memoria, la memoria de las víctimas de la represión; un espacio laico, una columna sencilla, pero cerca de las fosas comunes.

Sin embargo, detrás de esas memorias colectivas, públicas o íntimas, construidas desde la sacralización, la mitificación o la amnesia, existe un vacío, la ausen­cia de diálogo con nuestra Historia. El pasado se construye siempre desde el presente, las sociedades necesitan construir no solo sus relatos históricos racionales, sino también sus lugares de memoria colectiva donde repensar el pasado, escucharlo y hacerse cargo de él. Y esto es lo que Carlos Suárez nos ha invitado a hacer con su obra.

Pablo Martínez Corral es historiador

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