Es necesario abordar lo religioso como un hecho que ha de ser regulado sin privilegios para nadie en cuanto a su presencia en el espacio social

José Antonio Pérez Tapias, CTXT, 15 de enero de 2020
El Estado español no es laico; debiera serlo. Y como allá por 1931 decía don Manuel Azaña, ahora tan citado, en uno de sus más brillantes discursos en las Cortes Constituyentes de la II República –aquel en el que sentenció que “España ha dejado de ser católica”, lo que no significaba que hubiera dejado de haber católicos en España–, la cuestión de la laicidad no es meramente religiosa, sino “un problema político, de constitución del Estado”. Por desgracia, tal clarividencia es la que no ha llegado a ser compartida en grado suficiente entre quienes representan a la ciudadanía española en las instituciones del Estado desde la transición de la dictadura a la democracia, mediando aprobación de la Constitución en 1978, hasta ahora. Si así hubiera sido, la aconfesionalidad recogida en el artículo 16 de dicha Constitución habría dado paso a un avance hacia un Estado laico en una democracia coherente y consecuente.
La Constitución vigente, en el citado artículo, reconoce la “libertad ideológica, religiosa y de culto” como afirmación de los derechos civiles que a ello corresponde, declarando a la vez que en el Estado español ninguna confesión tiene “carácter estatal”. El Estado, no obstante, establece para sí la obligación de mantener “relaciones de cooperación” con las confesiones religiosas con presencia en la sociedad española, con el añadido clave que supone enfatizar que dichas relaciones se tendrán con la Iglesia Católica. La sola explícita mención de esta última ha sido y es de hecho la apoyatura en derecho para el trato de privilegio que la Iglesia Católica recibe por parte del Estado español, que sigue respecto a ella pautas que no se guardan en las relaciones con ninguna otra comunidad de creyentes. Tales pautas responden a lo codificado en los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede de 1979, firmados de inmediato tras ser refrendada la Constitución el 6 de diciembre de 1978, como adaptación al nuevo contexto político de los términos del Concordato de 1953 –el que suscribió el Vaticano con la dictadura franquista, a la vez que ésta firmaba los tratados con EE.UU. y entraba en la ONU, todo ello como bendiciones de este mundo y del otro para legitimar el régimen surgido de la Guerra Civil, declarada en su día “cruzada” por parte de la Iglesia Católica–.
Una historia malamente inconclusa: de la Constitución a los Acuerdos con la Santa Sede
A los Acuerdos de 1979 se remite la especial relación del Estado con la Iglesia Católica en muy diversos terrenos, desde el campo educativo hasta los aspectos fiscales, o desde las contribuciones para sostenimiento del clero hasta los capellanes militares con rango de oficiales…, dando lugar a privilegios en el sentido más literal del término. Tales Acuerdos, en relación a los cuales no faltan argumentos para considerarlos contrarios a la misma Constitución de los que se hacen depender, tienen el efecto, más allá de lo estrictamente normativo, de prolongar unas determinadas posiciones de poder social e ideológico de la Iglesia Católica en la sociedad española como prórroga del nacional-catolicismo que tanto ha marcado nuestra historia en tiempos precedentes, con singular fuerza durante el régimen de Franco, en el que el catolicismo era religión oficial. A la vez, tal consideración constitucional de la religión católica refuerza un orden simbólico poco menos que intangible, con función de normalización cultural garante de continuidad gatopardista en medio de los cambios.