
Don Pelayo en Covadonga, José de Madrazo, 1855
Luis Fernández, presidente de Asturias Laica, 4 de septiembre de 2018
La proximidad de los fastos de Covadonga, con la nube de intereses que los enmarañan (desde los económicos de aquellos que piensan maximizar el rendimiento de “una peregrinación” hasta los intereses políticos de los que intentan utilizar “las fuerzas divinas” para pretender recomponer la maltrecha monarquía) hace muy difícil intentar analizar la situación con un mínimo de tranquilidad.
La intencionada mezcla de dos acontecimientos distantes, como son los primeros pasos de lo que llegaría a ser el Reino de Asturias, (acontecimiento histórico que merece una aproximación objetiva, rigurosa y desapasionada), y una celebración confesional católica, (la “coronación canónica” de una virgen, -“partícipe” en aquellos acontecimientos según las crónicas cristianas-, susceptible de todos los arrebatos místicos que imaginen sus creyentes), genera un reiterativo cruce de argumentaciones en niveles de análisis incompatibles.
Por eso es de agradecer la nitidez del planteamiento realizado en prensa por el que fue rector de la Universidad San Pablo-CEU de Madrid y hoy es catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Cádiz.
Para él los fundamentos son claros:
“Desde el punto de vista cristiano, la Historia no es un azar, sino que tiene un sentido; y su desarrollo tiene como fin último la realización del reino de Dios en la Tierra.”
Es decir, para su racionalidad es necesario interpretar la Historia en términos de causas finales. Por ello, su labor como historiador se ciñe a ir descubriendo el camino por el que su dios va desarrollando la realización de su reino en la Tierra.
Consciente de lo nítido (y por lo tanto chocante) de su planteamiento avisa:
“Esta perspectiva es muy difícil de comprender en un mundo en el que dominan el relativismo extremo y la idea de que no sólo carece de sentido la Historia, sino el devenir humano. Eso explica la resistencia actual de muchos historiadores y del ambiente cultural para aceptar un hecho como el de Covadonga y su interpretación tradicional.”
Situado el enemigo perverso que domina el mundo (el relativismo extremo y la idea de que no sólo carece de sentido la Historia, sino el devenir humano), para su lógica no hay problemas. Las limitaciones de recursos que reconoce: “No sabemos ni sabremos qué pasó allí exactamente. Las fuentes de la época son oscurísimas. … De los siglos VI, VII o VIII hay poquísimas fuentes”, no son inconveniente grave. Él conoce el final al que se dirige la Historia y por lo tanto para su interpretación le resultan suficientes otros datos:
“Sabemos que ya en el siglo VIII los cristianos que se refugian en estas tierras huyendo del poder musulmán le dan a ese fenómeno una interpretación sobrenatural, como una expresión de la fuerza de Dios, de la potencia de Dios”
Ya puede establecer sus conclusiones. Guiado por su interpretación de la Historia, puede afirmar:
“Lo que tiene importancia en el caso de Covadonga es la interpretación que se hizo desde muy pronto. Para la gente de aquella época era mucho más importante la interpretación simbólica a la luz de un sentido de la Historia, que saber exactamente lo que pasó”
Hay que agradecerle a Rafael Sánchez la nitidez de sus declaraciones porque nos permite señalar con limpieza lo que nos distancia.
Desde una concepción objetiva de la Historia resulta inaceptable su interpretación en términos de causas finales (Principio de Objetividad de Jacques Monod). Una cosa es la reconstrucción sociológica de cómo podrían haber vivido los acontecimientos que se conmemoran las gentes de la zona en el entorno del suceso en función de sus creencias religiosas, y otra muy distinta es intentar hacer una aproximación lo más objetiva posible a los hechos ocurridos. Una cosa es crear mitos fundacionales justificadores y otra muy diferente es hacer Historia.
Para un Estado aconfesional, y ya sólo por respeto a la verdad, resulta inadmisible que la Historia se explique desde una interpretación confesional como la anteriormente mostrada. Y resulta falaz que se utilice una interpretación tan sesgada como columna vertebral de un conjunto de celebraciones que se quieren lograr multitudinarias.
Y aquí se entroncan los fastos del 8 de septiembre.
Es decidido el afán de mezclar en un cuerpo único, al rey de España (“reforzado” por su familia), al obispo católico, a los gobernantes acólitos, a los “emprendedores” ávidos del prometedor negocio del desplazamiento humano (alguien está tomando lecciones de la última visita del papa de los católicos), a los creyentes en arrebato místico, a los oportunistas ilusionados con encontrar un dios (vale su emisaria, una virgen) como justificador de una historia, de una forma de Estado, de una creencia religiosa, de una unidad étnica, de una oportunidad política (son dignas de recordar las apasionadas palabras -con pretensiones ontológicas- del Consejero de Educación y Cultura de Asturias en su circular a los centros: “Son una extraordinaria oportunidad educativa para profundizar en el conocimiento de nuestra historia, de cuanto sabemos, de cuanto somos”). Y esa caótica mezcla convierte estas celebraciones en un amasijo de acciones donde necesariamente van a resultar trituradas las razones. El alboroto, el ruido, la exaltación enfervorecida, van a ahogar la mirada serena, el análisis reflexivo, el distanciamiento crítico.
A pesar de la tormenta se hace imprescindible una petición de principio: es necesario avanzar en una nítida separación entre los asuntos de la razón (en este caso el conocimiento objetivo y crítico de la historia de los entornos próximos y su evolución dentro de la Historia más general), y los asuntos de la devoción (potestativos de cada cual). Es imprescindible esa separación si queremos desenmascarar a tanto oportunista que intenta, de forma obscena, atizar la tormenta para obtener beneficios contrarios a toda razón.
Es pues muy urgente unir nuestros esfuerzos por acercarnos a un Estado Laico que haga posible el reconocimiento de la igualdad moral de todos y todas sus integrantes, y que permita una auténtica libertad de conciencia a todas y todos. Y para ello es imprescindible una separación real entre las iglesias y el Estado y la consecuente neutralidad del mismo frente a todas las religiones.