La Restauración recuperaría el mito de la batalla contra los musulmanes convirtiendo el santuario en un fetiche de las derechas.

Pablo Batalla, Nortes, 8 de septiembre de 2022
«Resulta tan viril el paisaje que el señor Pérez Galdós, no pudiendo contener su admiración ante los Picos de Europa, exclamó: “Esto no es Naturaleza, es Naturalezo”». Habla Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa; corre el año 1916; defiende, el 4 de diciembre, en el Senado su propuesta de una ley de Parques Nacionales, inspirada en la estadounidense, y de la que quiere que el primer solar que su protección ampare sea un ilustre paraje de su tierra natal: la montaña de Covadonga. Creía el marqués en una «religión de la naturaleza» que debía ponerse en contraste con «la religión de las ciudades»; hacía parte con ello de una sensibilidad naturista que crecía y prosperaba en todo Occidente, acompasada a los avances y los estragos de la industrialización, pero también a las cuitas de un nacionalismo que, en aquellos años, completaba su viraje de la ideología progresista, revolucionaria, que había sido en origen («¡viva el Rey, muera la nación!», gritaban sus partidarios a Fernando VII) a baluarte reaccionario, antimoderno, frente a la hidra roja del movimiento obrero y las novedades desasosegantes de una era de avances tecnológicos vertiginosos. Los primeros clubes de montaña, fundados por aquellas fechas, buscan paisajes, pero también paisanajes, y los buscan espoleados por un sentido patriótico: el afán de conocer a las poblaciones aisladas que se consideraba que habían preservado de manera más prístina la esencia nacional; las viejas costumbres, los viejos romances. Y todo ello se entretejía de un torvo masculinismo, que la incipiente liberación femenina avivaba: también se anhelaba revigorizar a una juventud afeminada por la vida urbana, pensando ya en las guerras que asomaban en el horizonte.
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