La publicación detallada de todos los bienes inmatriculados y el conocimiento de la magnitud del expolio son un primer paso necesario para poder abordar la recuperación de lo indebidamente inmatriculado por la iglesia católica.

San Miguel de Lillo/ Fuente
Andrés Valentín-José María Rosell. 30 de septiembre de 2019
Inmatricular un bien es inscribirlo por vez primera en el Registro de la Propiedad. Desde que se aprobó la reforma de la Ley Hipotecaria de 1946 la Iglesia Católica (artículo 206) ha tenido la prerrogativa de inmatricular bienes a su nombre en los Registros de la Propiedad sin aportar más justificación que una simple autocertificación eclesiástica. Sin publicitarlo, sin abrir un expediente de dominio, sin verificación ni control de tipo alguno. Por si esto fuera poco, la reforma de la Ley Hipotecaria realizada por el Gobierno de Aznar en 1998 permitió a la Iglesia inmatricular lugares de culto, algo que ni siquiera la anterior ley franquista se había atrevido a hacer. Es decir, que además de fincas, viviendas, locales, casas rectorales, viñedos, cementerios, murallas, parques… también pudieron poner a su nombre, con el mismo procedimiento, la Mezquita de Córdoba, el prerrománico asturiano, la Giralda de Sevilla y todo tipo de ermitas, iglesias y catedrales.
Hasta ese momento se entendía que los bienes de especial relevancia cultural, levantados con las aportaciones, voluntarias o no, de la ciudadanía (mantenidos y restaurados con fondos públicos provenientes de las administraciones local, autonómica y estatal), eran del común, de toda la ciudadanía, públicos, aunque tuviesen asignado un uso religioso, que nadie cuestiona. Así sucede, por ejemplo, con la catedral de Lisboa que pertenece al estado portugués, con la de Colonia que pertenece al estado alemán, o con Notre-Dame de París perteneciente al estado francés. Nuestro país, sin embargo, es un caso atípico. El estado mantiene y restaura, mientras que la iglesia inscribe todo lo que puede a su nombre; gestiona los bienes de manera completamente opaca, sin pagar impuestos y sin ningún control fiscal o vende lo que considera oportuno, incluso a los propios ayuntamientos.