La nostalgia de “poder fáctico” en democracia se aviene mal con la ejemplaridad que los obispos han de desarrollar para ser coherentes.

Fuente Imagen: CEE
Manuel Menor, Mundiario, 22 de diciembre de 2018
Poco se sabe de lo que hayan dialogado y concluido la ministra Pilar Celáa y el obispo Argüello a propósito del confesionalismo católico en diversos aspectos del sistema educativo. Al término del encuentro, ha habido buenas palabras acerca de lo fluido y fructífero que pueda haber sido, pero no faltó tiempo para que, desde La Razón, un profesor de Teología Moral esgrimiera el pretexto de “la ideología” de los demás como impedimento de un “pacto educativo” por parte de la CEE.
Antimodernismo
Por la edad, es probable que haya obispos que se sientan obligados por el Juramento antimodernista que, para ser sacerdotes, debieron hacer antes de 1967, en que fue suprimido. Esa generación tal vez no vea como “ideológicas” sus posturas sobre relaciones de la Iglesia con su entorno, y es fácil que coincidan con ellos muchos de los elevados al episcopado después de 1978. En general, desde Juan Pablo II la selección y cooptación de candidatos siguió baremos en los que el curriculum vitae acreditaba seguridades apropiadas a lo que se quería promocionar; nada que ver con las que habían prevalecido con Juan XXIII o Pablo VI. Esto facilita entender que, incluso desde 2013 y del Papa Francisco, observadores atentos puedan apreciar diversidad de juicios de valor que, cuando son doctrinales, han de ser considerados al menos como corriente ideológica.
En todo sistema de conocimiento son normales las variaciones interpretativas. El catolicismo también está sometido a esa condición. No obstante, fue en tiempos de cristiandad dominante cuando el cuerpo doctrinal que debía ser entendido por los fieles fue denominado “Doctrina cristiana”. Reducida a breve sinopsis como “Catecismo” podía parecer más unitaria, y su “vigilancia” fue constante durante casi toda la historia del sistema educativo español, siempre más como obligado recitado memorístico que como entendimiento. El propio Catecismo de la Doctrina cristiana, del que el del P. Gaspar Astete (1537-1601) fue todavía preceptivo para muchos, imponía un criterio cognitivo tan corto en torno a qué creer, que no se aventuraba más allá de que se supiera mecánicamente el Credo. Acerca de “otras cosas”, debía responderse: “Eso no me lo preguntéis a mi que soy ignorante. Doctores tiene la santa madre Iglesia que lo sabrán responder”, y concluía: “Bien decís que a los Doctores conviene, y no a vosotros, dar cuenta por extenso de las cosas de la Fe; a vosotros bástaos darla de los Artículos como se contiene en el Credo” (Madrid: Imprenta Real, 1832, pág. 18).
Doctrinarismo apologético
A los clérigos, por su parte, la Filosofía y Teología que se les enseñaba siempre estuvo estructurada a la defensiva, contra los adversarii. Era el reflejo de una historia apologética con multitud de prácticas no menos ideologizadas. Por ejemplo, el trato con “los paganos” desde Teodosio a finales del siglo IV d.C., en que pronto se empezó a juzgar civilmente –y eliminar- a herejes y heterodoxos o a destruir su patrimonio artístico y cultural. Tampoco tienen desperdicio las largas guerras de religión, y cómo desde finales del XVIII la Iglesia, a medida que perdió poder temporal, se especializó en alianzas con que retenerlo en alguna medida. Hitos de gran interés para ver cómo se decantó después la posición política de la Iglesia son la reacción restauradora desde 1815 en Viena, la pérdida de los Estados Pontificios en 1870, o que se erigiera desde 1891 en mediadora “caritativa” de “la cuestión social” cuando los obreros urbanos ya llevaban décadas exigiendo justicia. Más cerca, cuando el 09.12.1905 se independizaron el Estado francés y el Vaticano, el ideologizado abanico de argumentos vaticanistas fue bien explícito frente a los de quienes pugnaron en pro de los intereses de la República francesa.
Con esta historia detrás –y sin mentar las posturas inspiradas desde el Vaticano en la etapa de entreguerras-, el pretexto de “la ideología” no es inocente. Entre las argucias reunidas en el Arte de tener siempre razón, de Schopenhauer, figuran las que, para salir exitosos de cualquier debate tratan de anular al otro con argumentos ad hominem. Al personalizar al adversario con “la ideología”, fabrica un espantajo contra el que dirigir todos los ataques mostrándole como “insultante, maligno, ofensivo y grosero. Es –dice el filósofo alemán- una apelación de las facultades del intelecto a las del cuerpo, o a la animalidad”. Lee el resto de esta entrada »