Discurso de odio: el caballo de troya del Código Penal. Por Darío Adanti

Puede llegarse a la perversa situación en la que los mismos que fomentan el racismo logren penalizar a aquellos que defienden la tolerancia y la sátira acusándolos de un delito de odio

Ilustración de Guillermo Lara
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Darío Adanti, El Diario, 4 de junio de 2023

Recientemente hemos visto dos casos de posibles límites a la libertad de expresión: los insultos racistas a Vinícius en el estadio de Mestalla durante el partido de liga del Real Madrid contra el Valencia y la citación como imputados a los tres participantes del sketch de la Virgen del Rocío en el programa ‘Està Passant’ de TV3. El primero podría vincularse al discurso de odio y el segundo, a la ofensa a los sentimientos religiosos.

Sobre esto últimos ya expusimos en el artículo ‘Blasfemia: un pecado en el Código Penal’ la opinión de los expertos que señalan la discordancia entre artículo 525 que penaliza la ofensa a los sentimientos religiosos y la protección constitucional del derecho a la libertad de expresión. Aquel artículo terminaba diciendo que, según algunos, para proteger el derecho a la libertad de culto ya están los delitos de odio recogidos en el artículo 510, pero son muchos los actores jurídicos que advierten que el punto 1.a) de dicho artículo -el que penaliza el discurso de odio- puede convertirse en un caballo de Troya que, lejos de proteger a los vulnerables, termine por proteger a los poderosos. 

Los derechos que salen torcidos

Cuando hablamos de derechos y delitos -libertad, ofensa, odio-, estamos hablando de conceptos filosóficos. El trabajo de los expertos en jurisprudencia es sustraer estos términos del campo difuso de las ideas para delimitarlos en el campo de lo material. Empecemos por uno de esos conceptos complicados de definir: el odio.

Según la RAE, el odio es la “antipatía y aversión hacia algo o alguien cuyo mal se desea”. El término tiene su origen en la palabra latina odium -odio, literalmente- que proviene, a su vez, de la palabra griega odysso que significaba, curiosamente, enojarse. 

Está claro que cuando nos referimos al odio hablamos de un sentimiento y estos, cuando intentan ser codificados penalmente, guardan una alta dosis de subjetividad que no los hace fiables a la hora de limitar derechos fundamentales. 

El origen de la facilidad con la que los sectores reaccionarios logran sentar a la sátira ante la justicia estriba en la esencia misma de lo satírico y en lo difuso de la codificación penal de estos conceptos. Como escribió el profesor Peter Berger en su libro ‘Risa redentora“la sátira es el uso de la comicidad con fines agresivos”. Eso sí, una agresividad simbólica que pasaremos a definir en su relación con el odio.

Las tres motivaciones del humor

En su libro ‘Sobre el Humor’, el filósofo británico Simon Critchley menciona las tres explicaciones de lo cómico planteadas por el filósofo americano John Monreal. Según Monreal habría tres teorías del humor: 1) El humor como superioridad, representado en las ideas al respecto de Platón, Aristóteles y Hobbes; 2) El humor como alivio, presente en Spencer y Freud; y 3) El humor como incongruencia analizado por Kant, Kierkegaard y Schopenhauer, entre otros. 

Quedémonos con el primero, el humor como superioridad, porque es aquí donde se encuentra la clave para explicar la sátira y su dificultad para establecer si tiene relación o no con el discurso de odio. Empecemos por señalar que en tiempos primitivos la sátira era un ritual mágico que maldecía al otro. Pillad bocata y batido de fresa que viajaremos a la prehistoria.

Maldita sátira

El antropólogo Paul Radin señalaba que toda sociedad primitiva tiene una cultura preliteraria desarrollada en forma de mitos, leyendas y rituales en la que destaca especialmente la sátira. En las hordas de cazadores recolectores la cohesión del grupo llevaba aparejado la ridiculización de aquellos otros grupos que competían por los recursos en su mismo territorio. El hecho de que palabras o gestos burlescos provocaran convulsiones físicas en los demás -la risa-, tenía una carga mágica que se utilizaba como hechizo para maldecir o censurar a distancia. En algunos pueblos originarios de América del norte se cortaba la lengua a los prisioneros antes de matarlos porque creían que la risa del condenado condenaba a sus verdugos a la mala suerte de por vida. 

Otro ejemplo lo tenemos en la tradición del pueblo inuit: para castigar las malas conductas de algún miembro del grupo, contaban con un chamán que mediante una canción satírica censuraba las actitudes inapropiadas parodiando al culpable. La sátira tenía un doble objetivo: la vergüenza pública fijaba en el acusado lo inapropiado de su acto y, a la vez, aleccionaba a los demás sobre aquellas actitudes perjudiciales para la convivencia del grupo. 

Vemos como, en su origen, la sátira proviene de la primera teoría del humor, la de la superioridad. Superioridad representada en el ritual de la reducción del contrario al ridículo. La sátira es, ni más ni menos, que la secularización de la maldición mágica. La forma más civilizada de ejercer la libertad de odiar porque aquí el odio está sublimado en forma de ficción. 

Pero ojo que la cosa se complica.

Odio y tolerancia

Cuando nuestros antepasados cazadores recolectores descubrieron la agricultura, el excedente de recursos nos volvió sedentarios y nuestras sociedades crecieron hasta convertirse en grandes civilizaciones. Para poder lidiar con tanta peña y sus necesidades de subsistencia, el mecanismo de intercambio se volvió más extenso y complejo al punto de crear las grandes rutas comerciales. 

El intercambio de productos llevaba aparejado la movilidad de las personas que los transportaban con sus respectivas peculiaridades diferenciadoras, ya sea étnicas o culturales. Fue tal vez el comercio el que nos forzó a la tolerancia por puro interés de conseguir aquello que necesitábamos y sacarle provecho a aquello que nos sobraba. El crecimiento demográfico incrementó la demanda de recursos, lo que impulsó la expansión a otros territorios y la invasión y colonización de otros pueblos. 

Esas expansiones dieron origen a los imperios. Y los imperios desarrollaron la esclavitud como forma de utilizar a los pueblos conquistados como mano de obra esclava, lo que propició el desarrollo del pensamiento racista y discriminatorio. 

Fueron dos de esas grandes civilizaciones las que encontraron la forma más civilizada con la conflictividad intrínseca de la sátira. Como no podía ser de otra forma, hablamos de los antiguos griegos y romanos.

Los griegos inventan el contexto cómico

En la cultura helénica la sátira comenzó como liturgia poético-musical asociada a un dios extranjero, Dioniso, llegado de Oriente a través de los esclavos, era el dios del vino, la agricultura y la catarsis. El odio simbólico de la sátira no era ni más ni menos que un proceso catártico donde se invertía la relación de poder mediante una ficción efímera presentada en clave estética. 

La sátira evolucionó como ritual religioso de los seguidores de Dioniso en el que se representaban los dos estados del envenenamiento etílico leve: la burla faltona y el llanto del bajón. ¿Cómo lidiar con el otro, con el diferente, con aquel cuyas costumbres, rasgos o creencias son distintos a los propios? 

Cuenta Nietzsche que a los nobles atenienses -seguidores del racional y estilizado Apolo-, les resultaba tan ofensivas estas celebraciones de ese dios extranjero, que solucionaron el problema dejándoles un lugar en el templo de Atenea en las fechas específicas de los rituales Dionisíacos. Y así nació, de aquel ritual religioso, la comedia y el drama, la versión simbólica de aquella burla y aquel llanto propiciados por la ingesta de vino. Es decir: al otorgarle un contexto específico nació lo que hoy conocemos como teatro. 

En la antigua Grecia, la comedia surgió al mismo tiempo que la democracia y la libertad de expresión que, por entonces, se llamaba parresía: libertad de palabra. Dicha libertad de palabra, fundamental para la participación democrática que exige el autogobierno, tenía como norma la sinceridad y el respeto. Respeto y sinceridad que se permitía transgredir a la comedia, que tenía permiso para ofender y no estaba obligada a expresar ninguna verdad. 

Y los romanos, tomaron buena nota de los progresos helénicos y doblaron la apuesta.

Los romanos se pasan de tolerantes

El imperio romano toleró tanto a los dioses de los pueblos que conquistaba como la agresividad de la sátira, ahora latina -Horacio, Juvenal, etc-, a los que se les permitió criticar los vicios del poder en sus poemas. El permiso para ofender dado por los griegos a la comedia tiene su correlación en el concepto latino del Animus Jocandi, o ánimo jocoso, por el que algo que puede resultar ofensivo no lo es si su intención es la de provocar la risa. 

Claro que resultaba mucho más fácil aceptar las deidades ajenas en un marco politeísta que en el posterior marco monoteísta. Tan tolerantes fueron los romanos con las creencias de los pueblos conquistados que terminaron convertidos a una de esas religiones extranjeras, el cristianismo. 

Y es aquí, en la expansión de los grandes monoteísmos, donde el odio se vuelve norma. 

Y el odio lo peta fuerte

Fue en la Edad Media donde terminaron por chocar los grandes monoteísmos: el odio hacia el otro y la lógica esclavista se reafirmó en la verdad divina revelada, lo que convertía a cada pueblo en el elegido por Dios y al diferente en hereje o animal. 

En el renacimiento estas dinámicas de odio se expandieron aún más con la conquista de otros continentes. Por si fuera poco, dentro de cada monoteísmo surgieron escisiones con interpretaciones diferentes en continua guerra por imponer sus verdades a las otras. El odio al otro era la norma y la tolerancia, un signo de debilidad y pecado. 

Surgieron los imperios globales coloniales, como el español o el británico, que asentaron su riqueza en la esclavitud de pueblos africanos, orientales y americanos. Y esta mentalidad colonial que consideraba a las otras etnias como inferiores, pervive hoy en el pensamiento de amplios sectores de las sociedades occidentales. Está presente, también, en la comparación de Vinicius -o de cualquier afrodescendiente- con un mono. 

Fue ya en la ilustración cuando Voltaire, Montesquieu y toda su cuchipandi de pensadores desarrollaron la idea de la tolerancia como contraposición al odio. Se estableció, también, el contexto satírico como propicio, enmarcado dentro de la libertad de expresión.

Y la tolerancia dijo ‘hola’

Voltaire escribió su ‘Tratado sobre la tolerancia’ a raíz de la ejecución de Jean Calas, acusado injustamente del asesinato de su propio hijo. Acusación que ocultaba la discriminación por pertenecer a una minoría religiosa -los hugonotes- por parte de la iglesia católica dominante. Y es aquí donde el filósofo francés defendió la libertad de culto como crítica a las guerras religiosas. Otra paradoja: la libertad de culto no fue un invento religioso sino laico, un elemento esencial para la construcción de la convivencia en una comunidad plural que causó rechazo en las religiones monoteístas que hoy la utilizan para exigir la censura en nombre de la libertad de culto. Sobre todo de la sátira y la comedia que, curiosamente empezaron, también, como religión.

Pero llegó la revolución industrial y se hizo preciso definir mejor qué era eso de la libertad. Fue Stuart Mill quien mejor desarrolló el concepto de libertad en el contexto de las democracias liberales. Sobre todo de la libertad de expresión. Para Mill, el individuo tiene libertad de acción sobre todo aquello que no afecte a los demás y la única razón legítima por la que la comunidad puede imponerle un límite es impedir que se perjudique a otros. Pero, ¿qué es opinable y qué no? ¿Puede el odio ser delito? Y, en todo caso, ¿el odio a qué y por qué? Veámoslo. 

Los ‘peros’ de la opinión

La libertad de expresión se basa en el principio de igualdad. Hay aspectos que forman parte de lo que es esencial al otro como individuo -la raza, el sexo, el género, el lugar de nacimiento, etc.- que no son opinables. Es en la aceptación de estas diferencias en las que se basa el principio de igualdad sin el cual no hay libertad de expresión. La aceptación de la diferencia del otro es lo que permite discutir lo que sí es opinable: las ideas, las creencias, los gustos… 

Y en este principio es en el que se basa la penalización de los discursos de odio, porque quitan el estatus de igual al otro mediante la crítica de sus aspectos esenciales. Pero es aquí, también, donde la religión entra en conflicto con la libertad de expresión, porque gran parte de aquellos que profesan alguna fe consideran su religión como parte esencial de lo que son. Sin embargo, la religión pertenece al campo de las ideas que circulan en el ámbito público y eso las hace plausibles de ser analizadas y criticadas. Y sólo en caso de estigmatizar a determinada religión minoritaria y vulnerable, puede admitirse una restricción a determinadas opiniones sobre la misma.

El principio de tolerancia, fundamental para la convivencia, no implica una tolerancia acrítica de las ideas por más que el otro las juzgue esenciales a su individualidad subjetivamente, como es el caso de la religión. Una tolerancia acrítica, lejos de fortalecer la convivencia, impone restricciones a la libre expresión empobreciendo el principio de igualdad en el debate de las ideas. 

De hecho, Stewart Mill defendía la mínima intervención porque la verdad, escribió, se fortalece enfrentándose a la mentira. Sin embargo, llegados los tiempos modernos, las democracias se vieron en la necesidad de legislar sobre el discurso de odio. ¿Qué pasó entre Stuart Mill y los tiempos modernos? Pasó el nazismo, y millones de muertos a causa de su raza, color de piel, ideología o sexo. La verdad no triunfó sobre la mentira. Cosas que pasan cuando las ideas se ponen a prueba en el campo de lo material. 

¿Qué hacer con el discurso de odio?

Podemos resumir las posturas con respecto a los delitos de odio en los estados democráticos aconfesionales en dos: la americana y la europea. La americana apela al principio de intervención mínima de la justicia prevaleciendo el derecho a la libre expresión, incluso en los casos extremos de discursos racistas como el del Ku Klux Klan. Se considera que la palabra puede ser hiriente pero no dañina, entendiendo el daño como un hecho material. Sólo se podría limitar una expresión como delito de odio si existe una causalidad que vincule directamente a dicha opinión con un hecho de agresión o violencia derivado de él. La justicia europea, en cambio, tiende a lo contrario: a limitar la libertad de expresión en casos de discursos de odio para evitar la discriminación y proteger a los colectivos vulnerables. 

Según Garton Ash en su libro ‘Libertad de palabra’, mientras que América trata a todos sus ciudadanos como plebeyos sin derecho a limitar la libre expresión de los demás, Europa los trata como si todos fueran nobles con el privilegio de censurar la opinión que le resulte ofensiva. Esto crea diferentes problemas en cada uno de estas posturas con respecto al discurso del odio y la libertad de expresión. Veamos el caso español.

Lo que dice el artículo en cuestión

El Artículo 510 es el relativo a los delitos de odio y su punto 1.a) es el que refiere a los discursos de odio. Dice así:

1. Serán castigados con una pena de prisión de uno a cuatro años y multa de seis a doce meses:

a) Quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquel, por motivos racistas, antisemitas, antigitanos u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, aporofobia, enfermedad o discapacidad.

El problema radica en esa mención a “otros referentes a la ideología, la religión o creencias”. Resulta altamente subjetivo qué significa incitar indirectamente al odio en el caso de ejercer la libertad de expresión sobre la ideología, la religión y las creencias, siendo estas ideas que deberían ser materia opinable en el debate público.

La profesora titular de Derecho Penal de la Universidad de Valladolid, Patricia Tapia Ballesteros, en su monográfico ‘El discurso de odio del art. 510.1.a) del Código penal español: la ideología como un caballo de Troya entre las circunstancias sospechosas de discriminación’(1) señala: “Es necesario delimitar al colectivo que se encuentra en una posición de inferioridad o vulnerabilidad dentro de la sociedad (…). Prueba de ello es que, tanto en el Informe de delimitación conceptual en materia de delitos de odio, se admite la sanción mediante el artículo 510.1.a del Código Penal de discursos de odio contra la ideología neonazi”.

Según está redactado, odiar al nazismo puede ser interpretado, también, como delito de odio. ¿Peeeerdona?

Aquí nuestro caballo de Troya

La ambigüedad de la definición del artículo que penaliza el discurso de odio ha incentivados a que grupos nacional católicos tan reaccionarios como Abogados Cristianos, Hazte Oír o Manos Limpias, presuntamente vinculados a sectas de ultraderecha como el Yunque, utilicen este artículo del Código Penal para limitar la libertad de expresión crítica con la religión, del mismo modo que utilizan el artículo 525 que penaliza la ofensa a los sentimientos religiosos para promocionarse y censurar al pensamiento crítico laico. 

Este es el caso de las activistas feministas del ‘Coño Insumiso’, demandadas por Abogados Cristianos en 2017 apelando a ambos artículos: ofensa a los sentimientos religiosos y discurso de odio contra el catolicismo, como si la iglesia católica fuera una minoría religiosa en peligro de exclusión social. 

Lo mismo pasó con los ya mencionados responsables del programa ‘Està Passant’ con un sketch de 2019 en que llamaban perros a la policía y que les valió una demanda por discurso de odio de parte de los sindicatos policiales. Es difícil pensar en la policía como una minoría vulnerable y más cuando tienen permiso de portar armas y saben usarlas. 

Y mientras que según un informe del Ministerio del Interior el 90% de víctimas de racismo no presenta denuncia, cada vez son más frecuentes las demandas sobre discurso de odio de grupos de fanáticos religiosos o reaccionarios que pretenden hacer valer su privilegio y silenciar las voces críticas. 

¿Qué conclusión podemos sacar de todo esto?

Una brevísima conclusión

En un contexto de crecimiento de la ultraderecha en nuestro país, con VOX ya metido en las instituciones y con políticos de su partido presuntamente vinculados a sectas como el Yunque, se da la paradoja de que aquellos que normalizan el discurso de odio con carteles de campaña que criminalizan a los ‘menas’ o a los conciudadanos con nombres árabes sin que esto les valga castigo alguno, son los mismos que utilizan la criminalización de la ofensa y el discurso de odio para silenciar la sátira o la protesta. Un ‘lawfare’ que no va contra un político específico sino contra un derecho fundamental democrático: la libertad de expresión. Puede darse el caso de que nadie sea condenado por los insultos racistas a Vinícius pero que los mismos que fomentan el racismo logren penalizar a aquellos que defienden la libertad de palabra acusándolos de un delito de odio. 

Es tan perverso y retorcido que sería un buen argumento para una comedia sino resultara trágico. 

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(1) ‘El discurso de odio del art. 510.1.a) del Código penal español: la ideología como un caballo de Troya entre las circunstancias sospechosas de discriminación’, Patricia Tapia Ballesteros (PDF en Dialnet)

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