La ruta por las brujas españolas

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Zugarramurdi
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4.- Zugarramurdi

La persecución de las brujas del Labort, en el País Vasco francés, fue obra del juez del parlement de Burdeos, Pierre de Lancre, comisionado por el rey Enrique IV de Francia en respuesta a la petición hecha por los señores D’Amou y D’Uturbie, para que acabara con la plaga de brujos y de brujas, que según ellos asolaba el país.

La llegada de Lancre y de sus subalternos al Labort provocó el pánico y muchas familias se dirigieron a Navarra agolpándose en la frontera.

Pierre de Lancre mandó quemar a ochenta supuestas brujas y el pánico se trasladó a los valles del norte de Navarra. Precisamente, el núcleo fundamental del nuevo brote de brujería se situó en la zona colindante con el país de Labort, en el noroeste de Navarra, más concretamente en Zugarramurdi.

A principios del siglo XVII, Zugarramurdi tenía unos doscientos habitantes dedicados a la agricultura y a la ganadería. Su parroquia dependía del monasterio premonstratense de Urdax en el que vivían entre frailes y criados unas cien personas.

A finales de año 1608, volvió a Zugarramurdi para trabajar de criada María de Ximildegui, una mujer de veinte años que había emigrado hacía cuatro con sus padres a una localidad costera del Labort. Allí oyó historias de brujas y se hizo una de ellas durante dieciocho meses.

Empezó a contar sus experiencias en Zugarramurdi y en una ocasión dijo que había visto en uno de los akelarres a María de Jureteguía, vecina del pueblo. Cuando esta se enteró de lo que se decía de ella afirmó “con grandes voces y enojoque no era bruja y que era gran maldad y… falso testimonio que le levantaba la francesa”.

Sin embargo, la delatora consiguió convencer a la gente de que era cierto lo que afirmaba y hasta el marido y la familia de la presunta bruja le creyeron, lo que hizo que María de Jureteguía se derrumbara y confesara ser bruja desde niña y que su tía María Chipía de Barrenetxea era quien le había enseñado.

Después, sintiéndose perseguida por las brujas que querían que volviera a los akelarres, dio más nombres de brujos y de brujas y sus casas fueron allanadas en busca de sapos, compañeros y protectores de las brujas. Finalmente, todos ellos, siete mujeres y tres hombres, acabaron haciendo una confesión pública en la iglesia parroquial. Sin embargo, tras arrepentirse los vecinos los perdonaron.

Lo que estaba pasando en Zugarramurdi llegó a oídos del tribunal de la Inquisición de Logroño, que era el que tenía la jurisdicción sobre Navarra. Ésta envió en los primeros días de enero del año 1609 a un comisario de la Inquisición para que informara.

El doce de enero llegó a Logroño el escrito del comisario y los dos inquisidores del tribunal, que creían en la realidad de la brujería, ordenaron la detención de cuatro de las brujas que habían confesado.

Fueron encarceladas en la prisión secreta de la Inquisición de Logroño y contando con un intérprete las sometieron a un duro interrogatorio hasta que las cuatro confesaron que eran brujas. El trece de febrero enviaron una carta al Consejo de la Suprema Inquisición en Madrid en la que relataban a su manera lo que habían averiguado, además de pedir instrucciones sobre la forma en que debían proceder en adelante.

La contestación llegó el once de marzo y, en ella, la Suprema siguiendo la política de rigor a la hora de determinar la veracidad de los fenómenos de brujería que había aplicado hasta entonces, ordenó a los inquisidores que se cercioraran de que lo que decían las brujas era verdad, para lo que les enviaron un minucioso y detallado cuestionario de catorce preguntas.

La creencia de los dos inquisidores en la realidad de los hechos que les habían contado, era tan grande que no hicieron caso a la información que les había dado el carcelero inquisitorial que había oído a las cuatro mujeres decir que se habían declarado brujas, aunque no lo eran, porque creían que así podrían salir antes de la prisión y volver a sus casas.

El nueve de febrero del año 1609, se presentaron ante el tribunal de Logroño varios vecinos de Zugarramurdi que habían llegado hasta allí acompañados de un guía para exponer ante el tribunal, lo que realmente había sucedido.

Como ha señalado Carmelo Lisón, “el grupito debió causar sensación en Logroño; llegaban unos montañeses con raro atuendo, hablando una lengua ininteligible, cansados y maltrechos y para mayor extrañeza ¡llamaban a las puertas de la temida Inquisición!”.

Cuando se presentaron ante el tribunal afirmaron que acudían a pedir justicia porque no eran brujos y si lo habían confesado al vicario de Zugarramurdi “era porque los apretaron y amenazaron mucho si no los dezian”. El problema fue que el guía que las había acompañado a Logroño testificó que eran brujas y la Inquisición decidió encarcelarlas.

Los dos inquisidores no hicieron caso de las instrucciones recibidas de la Suprema y pensaron que la proclamación de inocencia de los acusados era un truco de sus parientes o del demonio que quería librarles del castigo.

Tras cinco meses de hábiles y reiterados interrogatorios fueron consiguiendo que los encausados confesaran, por lo que desde la perspectiva de los crédulos inquisidores habían vencido al diablo que los tenía aterrorizados para que no hablaran.

Los autoinculpados también delataron a otros brujos y brujas que quedaban en las montañas y proporcionaron listas de niños y de niñas de menos de catorce años que participaban en los aquelarres.

Con la información obtenida, uno de los inquisidores partió en agosto del año 1609 al norte de Navarra y desde allí fue enviando a Logroño a los supuestos cómplices de los brujos y las brujas.

El Aquelarre y El Conjuro, dos de las seis obras encargadas a Goya para decorar la casa de campo de los duques de Osuna
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El inquisidor, cuyo nombre era Juan Valle Alvarado, según Caro Baroja, “pasó varios meses en Zugarramurdi y recogió muchas denuncias, según las cuales quedaban inculpadas hasta cerca de trescientas personas por delitos de Brujería, dejando aparte los niños. De estas personas fueron presas y llevadas a Logroño hasta cuarenta de las que parecieron más culpables”.

Valle se había dirigido en primer lugar al monasterio de Urdax, donde fue recibido con toda solemnidad por el abad, quien le confirmó que la zona estaba infestada de brujas y que la gente solía gritar ¡sorgiñak, sorgiñak! para protegerse de ellas.

Visitó las localidades navarras de Vera de Bidasoa y Lesaca y las guipuzcoanas de Tolosa y San Sebastián. También visitó la zona el obispo de Pamplona, alarmado sobre lo que se contaba que sucedía en esa parte de su diócesis, y llegó a la conclusión contraria a la del inquisidor de Logroño.

Allí, nunca había habido secta de brujas hasta que llegaron las noticias de Francia, y que muchos vecinos cruzaban la frontera para presenciar la quema de brujas en el Labourd, donde oían las acusaciones y aprendían lo que se decía de ellas y de los aquelarres.

Era en el llamado “prado del Cabrón”el lugar donde supuestamente se reunían los brujos de Zugarramurdi según nos relata Mongastón.

Según Caro Baroja, “al lado de una cueva o túnel subterráneo de grandes proporciones, verdadera catedral para un culto satánico o pagano simplemente, que está cruzado por el río o arroyo del Infierno, Infernukoerreka, y que tiene una parte donde es tradición que solía estar el trono del Diablo”

Según se cuenta en la relación, aparecía allí el Demonio, “sentado en una silla, que unas vezes parece de oro y otras de madera negra, con gran trono, magestad y gravedad… y con un rostro muy triste, feo y ayrado”.

Así resume el acto del aquelarre, Joseph Pérez:

“Se va a buscar al nuevo brujo, dos o tres horas antes de media noche, se le frotan las manos, el rostro, el pecho, las partes pudendas y la planta de los pies con agua verdosa y fétida, y luego se le hace volar por los aires hasta el lugar del aquelarre; allí aparece el demonio sentado en una especie de trono; tiene el aspecto de un hombre negro, con cuernos que iluminan la escena; el recién llegado reniega de la fe de Cristo, reconoce al demonio como dios y señor y le adora besándole la mano izquierda, la boca, el pecho y las partes pudendas; el demonio se da la vuelta y muestra su trasero, que el brujo ha de besar también”.

Cueva de Zugarramurdi
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Según Caro Baroja“el neófito es marcado con una uña por el mismo Demonio, sacándole sangre en una vasija. También le imprime una marca en la retina del ojo: la consabida figura del sapo”.

Según la relación de Mongastón, “acabado de hazer el reniego, el Demonio y demás Brujos ancianos que están presentes, advierten al novicio que no ha de nombrar el nombre de Jesús, ni de la Santa Virgen María, ni se ha de persignar, ni santiguar”.

Otro de los poderes que se atribuía a los brujos y brujas era su capacidad para provocar enfermedades e incluso la muerte mediante polvos y ungüentos mientras decían: “El señor te dé mal de muerte”. Se cuentan horrendos casos de vampirismo, relacionados sobre todo con niños, que eran sacados de sus casas por los brujos y brujas.

«El de las brujas de Zugarramurdi se convirtió en el proceso más grave de la Inquisición española contra la brujería«

En junio del año 1610 los inquisidores del tribunal de Logroño acordaron la sentencia de culpabilidad de veintinueve de los acusados. Sin embargo, el inquisidor Alonso de Salazar y Frías, incorporado al tribunal en julio del año anterior, votó en contra de la condena a la hoguera de María de Arburu por falta de pruebas.

El domingo siete de noviembre del año 1610 se había congregado en Logroño gran multitud de gente venida también de Francia para asistir al auto de fe, se calcula que asistieron treinta mil personas. Se inició con una procesión encabezada por el pendón del Santo Oficio, al que seguían mil familiares, comisarios y notarios de la Inquisición y varios cientos de miembros de las órdenes religiosas.

A continuación iba la Santa Cruz verde, insignia de la Inquisición, que fue plantada en lo más alto de un gran cadalso. Aparecieron después veintiún penitentes con un cirio en la mano y veintiuna personas con sambenitos y grandes corozs con aspas, velas y sogas, lo que indicaba que eran reconciliados.

A continuación salieron cinco personas portando estatuas de difuntos con sambenitos de relajados, acompañadas de cinco ataúdes que contenían sus huesos desenterrados.

Seguidamente, aparecieron cuatro mujeres y dos hombres, también con los sambenitos de relajados, que iban a ser entregados al brazo secular, para que fueran quemados vivos porque se habían negado a admitir que eran brujas y brujos.

Cerraban el cortejo, cuatro secretarios de la Inquisición a caballo acompañados de un burro que portaba un cofre guarnecido de terciopelo que guardaba las sentencias, y los tres inquisidores del tribunal de Logroño, también a caballo. ​

Una vez aposentados en el cadalso los acusados y enfrente los inquisidores, con el estado eclesiástico a su derecha y las autoridades civiles a su izquierda, un inquisidor dominico predicó el sermón y a continuación comenzó la lectura de las sentencias por los secretarios inquisitoriales. La lectura duró tanto que el auto de fe tuvo que alargarse al lunes, ocho de noviembre.

Dieciocho personas fueron reconciliadas porque confesaron sus culpas y apelaron a la misericordia del tribunal. Las seis que se resistieron fueron quemadas vivas. Cinco más fueron quemadas en efigie porque ya habían muerto.

Debido a la dureza de las penas que se aplicaron, el de las brujas de Zugarramurdi se convirtió en el proceso más grave de la Inquisición española contra la brujería.

Según el hispanista británico Henry Kamen, esta excepción en la relativamente benigna trayectoria de la Inquisición en relación con el tema de la brujería se explica por la influencia que tuvo la caza de brujas llevada a cabo en el año 1609 al otro lado de la frontera por el juez Pierre de Lancre, ya que el pánico hacia las brujas se trasladó a los valles del norte de Navarra.

[En el blog Zugarramurdi y el auto de fe de Logroño]

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