Fuera del monopolio eclesiástico

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Teras Maldonado, Viento Sur, 25 de febrero de 2023

A partir del siglo pasado, dos cosas antes impensables empiezan a ser percibidas como posibles. Una es la propuesta política de la laicidad (grosso modo: separación entre Estado e Iglesia o Iglesias, neutralidad del Estado respecto a las creencias de la ciudadanía y libertad de conciencia). La otra es la duda respecto a la existencia de Dios, o directamente, su negación (es decir, el agnosticismo y el ateísmo como opciones personales). Pero, durante mucho tiempo, las gentes ateas y las laicistas (ojo, no necesariamente coinciden siempre esas dos condiciones en la misma persona) nos hemos sentido incómodas y algo perdidas por no saber cómo reemplazar los rituales cristianos en trances tales como el nacimiento o la muerte.

El año 380 el emperador Teodosio promulgó el Edicto de Tesalónica que hizo del cristianismo niceno la religión oficial del Imperio Romano. A partir de ese momento, la religión cristiana fue monopolizando en Occidente la administración de los ritos de paso. Mientras ese monopolio estuvo vigente sin fisuras, celebraciones de tanta relevancia social y personal como bautizos, bodas y funerales estuvieron perfectamente estructuradas: todo el mundo sabía qué tenía que hacer, dónde colocarse, qué coreografía seguir, qué gestos exteriorizar o qué tono y qué fórmulas emplear para felicitar o dar el pésame.

A partir de la entrada en escena de la laicidad y la increencia religiosa quisimos renunciar al imperialismo religioso quizá demasiado deprisa, antes de tener preparado un sustituto. Enseguida tuvimos que reconocer, sin embargo, que conviene disponer de una liturgia laica y que no basta con la improvisación y la espontaneidad. Tuvimos que asistir a muchos funerales laicos un tanto penosos en los que no saber qué hacer añadía desasosiego y zozobra a la tristeza de la situación. En nuestros momentos más iconoclastas y adolescentes nos empeñamos en rechazar los ritos estructurados y las ceremonias solemnes. Pero lo hacíamos de forma algo ignorante, sin darnos cuenta de que estos protocolos son asideros, apoyos imprescindibles en situaciones tan especiales y sensibles. Esta carencia, de todas formas, se ha ido corrigiendo poco a poco: hoy, la mayoría de las funerarias tienen ya qué ofrecer a quienes no quieren funerales religiosos, y las bodas civiles se celebran en lugares más o menos bonitos y escogidos.

Pero además de las liturgias sociales, hay otros ámbitos en los que la Iglesia católica ha desplegado su poder monopolístico a lo largo del tiempo. Estoy pensando en la promoción y administración de determinadas emociones como la culpa, la compasión o el arrepentimiento.

En Occidente, qué sentimientos y emociones experimentar, revelar u ocultar (cuándo, dónde, cómo) ha estado desde el siglo IV bajo el criterio de la Iglesia. Particularmente en el caso de la culpa, la hegemonía cristiana ha sido casi absoluta.

Culpa y culpabilidad son palabras que se insertan en diferentes constelaciones conceptuales (diferentes pero conectadas), como el derecho, la psicología o la religión. La concepción cristiana de la culpa incorpora en gran medida la doctrina jurídica romana a través de Agustín de Hipona, por ejemplo. El caso es que hoy hablamos casi sin darnos cuenta de “la culpa judeocristiana” e, implícitamente, asumimos que no hay otra forma de entender y vivir el sentimiento de culpabilidad (como si dijéramos, más bien, “la judeocristiana culpa”).Tal vez por eso, lejos de plantearnos desalojar a la Iglesia de la administración exclusiva de ese sentimiento, somos nosotras las que queremos escaparnos de él. Al obrar así olvidamos que cuando se adjudicó en exclusiva el manejo de la culpa o el arrepentimiento, la Iglesia usurpó y robó para sí algo que era, por así decirlo, patrimonio de la humanidad.

Yo creo que no deberíamos renegar de sentimientos como la culpa o el arrepentimiento; en vez de eso, tendríamos que rebelarnos contra el hecho de que la Iglesia sea la única que los maneja. De lo contrario, estamos dando por buena una usurpación de siglos. A diferencia de las inmatriculaciones que, como son de ayer mismo, nos provocan gran indignación y son objeto de nuestra protesta, esta usurpación es tan antigua que ya no la reconocemos como tal. Algo parecido ocurre con las celebraciones en torno al 25 de diciembre, que parecen esencialmente cristianas, cuando en realidad se superponen a la celebración pagana del solsticio de invierno propio de muchas culturas precristianas, cuyo rastro terminan casi borrando por completo.

Hoy ha emergido un nuevo catecismo sobre las emociones que disputa ya la hegemonía religiosa. En algunos ámbitos ya es dominante. Según la nueva doctrina, en general, conviene expresar sin disimulo las emociones, porque son una manifestación del yo, y nuestra época ha reconocido máxima prioridad al yo. Pero también hay emociones que hay que eliminar sin contemplaciones, porque son o parecen malas sin matices. Y son malas porque, en vez de ratificar el ego, en cierto modo lo cuestionan, como hacen la culpa y el arrepentimiento. Sentirme o confesarme culpable, arrepentirme de algo que he hecho implica reconocer mi imperfección, mis límites. Que no soy la hostia, vamos.

Mucha gente de entornos progresistas no quiere saber nada del sentido de culpa. Dicen que la culpa es mala, que “nos la han impuesto” con el objetivo de hacernos sufrir, manipularnos y mantenernos bajo control. Algunas personas que piensan así son padres o madres y aplican esas ideas en la educación de sus criaturas, procurando que nunca se sientan culpables por nada. Creen que el sentido de culpa sólo puede llevar a la infelicidad, y ya se sabe que la felicidad se ha convertido en un fin sagrado, todo vale y cualquier precio es bajo si conduce a la felicidad. Queriendo dejar atrás el valle de lágrimas, algunos parecen haber pasado a la rave permanente.(Qué ajeno y extraño resulta aquel episodio en el que una periodista, micrófono en mano, preguntaba a Fernando Fernán Gómez: ”Es usted feliz?”, a lo que él contestaba, furioso e indignado, bramando: ”Feliz yo? ¡Pero usted por quién me toma! … ¡Y cuánta sabiduría esconde!).

El sentimiento de culpa y el arrepentimiento, destilados lentamente en la evolución de nuestra especie, son emociones o sentimientos morales que facilitan la sociabilidad. Construir comunidad sólo puede hacerse mediante un cemento que nos una. Esta necesaria conexión con los demás supone poner límites al yo y a sus deseos insaciables e irrespetuosos. Como no somos angelitos ni salvajes rousseaunianos, debemos inducir en nuestro interior emociones que nos hagan sentir mal si perjudicamos o herimos a otros seres humanos (o, diría el animalista, a otros seres vivos capaces de sufrir o sentir dolor) única manera (aparte de la ley, y para aquello en lo que la ley no sirve) de limitar en el futuro esas conductas, especialmente en un mundo sin dioses ni castigos post-mortem. ¿Qué es la conciencia moral sino un límite a la acción que nos ponemos a nosotras mismas, unas líneas rojas que no podemos traspasar, una idea clara de que no podemos hacer lo que nos dé la gana siempre o de que quererlo todo no es necesariamente factible o legítimo? ¿De verdad es malo sentirse mal al no respetarlas?

Teresa Maldonado pertenece a feministAlde y es profesora de Filosofía

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