La Iglesia, el Estado y la Justicia protegieron a los autores de violaciones, asesinatos e infanticidios. La investigadora María Regla Prieto recupera la memoria de sus víctimas.

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Henrique Mariño, Público, 6 de noviembre de 2025
«Si la miraba un cura, estaba condenada». Sobre todo si la mujer era joven, soltera, pobre y analfabeta. Aunque, en realidad, «daba igual la edad y el estado de la víctima», pues «no se salvaron tampoco ni casadas ni viudas, ni las maestras del lugar, ni mucho menos las criadas de los curas«.
María Regla Prieto lleva tres décadas investigando la violencia ejercida por los sacerdotes. En sus trabajos deja claro que a lo largo de la historia ha habido infinidad de «curas buenos, frailes sabios y ministros eclesiásticos responsables». Sin embargo, no comprende que la Iglesia amparase a las «ovejas negras» ni que pidiese perdón por sus delitos.
Después de publicar cinco libros sobre el tema, ahora se centra en la violencia contra la mujer, víctima de la «incontinencia sexual» de un cura que la violaba. Rechazada por la sociedad, «era frecuentemente asesinada»; el mismo destino corría el bebé si se quedaba embarazada y no había abortado. Además, sería cómplice de infanticidio.
«Los clérigos homicidas han matado porque sabían que podían matar. Tenían una impunidad y una inmunidad absolutas. De hecho, muchos se metían en la Iglesia no por vocación, sino por ansias de poder. Una vez dentro, daban rienda suelta a lo que realmente eran», explica María Regla Prieto. «Y no hay que olvidar que los sacerdotes eran hombres».
En Armas bajo el altar. Clérigos homicidas en España, 1870-1927 (Espuela de Plata), escrito junto a Salvador Daza, la investigadora denuncia que no solo la institución eclesiástica le dio la espalda a estas mujeres, sino también el Estado y la Justicia, que protegieron a los curas incluso cuando tuvieron que rendir cuentas ante tribunales civiles.

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«Hasta la sociedad defendía más al poderoso que al débil, porque no fue educada en el colegio, sino a golpe de púlpito», advierte la finalista del Premio Nadal en 2024. «Y las mujeres, en esa época, eran el eslabón más frágil de la población, porque no tenían ningún tipo de derechos». Y para el cura eran un objeto de su propiedad que podían usar y tirar.
Para rendirles homenaje, María Regla Prieto y Salvador Daza han recuperado la memoria de las mujeres víctimas de curas maltratadores y homicidas, cuyos casos figuran en los procesos judiciales y en la prensa de la época, a los que han recurrido para documentarse. La doctora en Filología Clásica y el doctor en Historia detallan algunos de los más sonados.
María Molés
«Castelló, 1878. Había sido llevada por sus propios padres, a la tierna edad de catorce años, a vivir con el santo varón de su tío, sacerdote, que le triplicaba la edad, para que la preparara para la comunión. José Peñarroya Gil la violó reiteradamente durante años para acabar matando al hijo de su incontinencia sexual. A la joven se la consideró cómplice del infanticidio, y murió en la cárcel mientras al sacerdote se le absolvía de toda culpa».
Las niñas Paulina y Benita Crespo
«Carrascosa, Soria, 1908. Las mató su hermano mayor, Víctor Crespo, seminarista ordenado diácono y a punto de ungirse presbítero. Se enamoró de una chica del pueblo y decidió matar a toda su familia para quedarse con la herencia y así, también, eliminar los obstáculos que le impedían casarse con ella. Condenado a muerte, la pena fue conmutada por cadena perpetua por el rey Alfonso XIII. El caso fue recogido por Antonio Machado en el poema El criminal, del libro Campos de Castilla«.
Pilar Ferrín
«Alagón, Zaragoza, 1905. Ante el acoso del cura, se tiró por el balcón. Juan Francisco Esperanza fue acusado de violación e inducción al suicidio. No consta la condena. Lo hicieron desaparecer convenientemente [pues fue trasladado a una parroquia distante del lugar de los hechos]».
María del Pilar Sanjurjo
«A Coruña, 1917. El sacerdote Liborio Coco la sedujo y la convenció para pasar un fin de semana con ella. María del Pilar Sanjurjo dijo en su casa que iba a visitar a una tía. Apareció muerta con un tiro en la sien. Él adujo que había sido accidental y fue absuelto. Años más tarde, cuando estalló la guerra civil, Liborio se incorporó al Requeté Tradicionalista. Junto con otros dos sacerdotes, Marcelino Torres y Camilo Fontenla, se unió a las tropas franquistas. En 1940, Coco Morante aparece como cura párroco de Cangas y asiste a una recepción privada del gobernador civil. En 1942, fue detenido por la Brigada de Investigación Criminal, dependiente de la Dirección General de Seguridad, por formar parte de una red que se dedicaba al tráfico ilegal de wolframio».
Florentina Blanco
«Zangández, Burgos, 1888. Criada del cura Mauricio Alonso, la mató porque le dijo que se iba a casar. Lo condenaron a quince años, pero después de permanece nueve en la cárcel fue indultado por la reina regente María Cristina».

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Ana María Simón
«Huércal-Overa, Almería, 1871. Era ama de un cura, Antonio García Martos, quien la mató de un disparo por la espalda». En el libro, los autores señalan que solo La Nación se hizo eco de la condena a quince años de prisión y, de paso, aprovechó la noticia para mandar un recado: «Los periódicos neocatólicos no dirán una palabra de este virtuoso sacerdote».
Delitos de violación e infanticidio
Además de María Molés, los autores de Armas bajo el altar recuerdan a otras mujeres que fueron violadas y —tras quedarse embarazadas y dar a luz— acusadas de infanticidio, pese a que en algunas ocasiones los propios sacerdotes mataron a los bebés. Petra Vicenta Serrano (Guadalajara, 1894), Benita Sáiz Fernández (Burgos, 1900) y Juana Olmo Munilla (Tomelloso, Ciudad Real, 1896) son algunas de las homenajeadas, aunque destaca el caso Paula Márquez Martín (Ciudad Real, 1888), víctima de la brutalidad del cura Galindo.

















