La pederastia en la Iglesia católica, un problema de poder · Juan José Tamayo

“El juicio y las sanciones contra los pederastas, una vez demostrados sus crímenes, deberían recaer también contra sus encubridores, que ocupan las más altas esferas eclesiásticas”

Foto Pixebay – AFP / Fuente
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Juan José Tamayo, InfoLibre, 23 de mayo de 2024

El negacionismo, el silencio y el ocultamiento de los crímenes de pederastia producidos en el seno de la Iglesia católica española durante décadas, así como el encubrimiento y la falta de denuncia ante los tribunales de justicia, después, son la mejor demostración del desprecio a las víctimas y de la falta de compasión con ellas por parte de la jerarquía católica española, que se convierte así en responsable y cómplice de dichos crímenes.

No vale decir que se trata de casos aislados y marginales, ni, como excusa, que la mayoría del clero católico y de los formadores de seminarios y noviciados de congregaciones religiosas han demostrado una conducta ejemplar. No, no son casos aislados y marginales. Todo lo contrario: los pederastas dentro de la Iglesia católica se ubican en el ámbito de lo sagrado, que es considerado espacio protegido, y, desde la institución eclesiástica, es excluido del ámbito cívico y se pretende blindar frente a cualquier acción judicial. Así se ha venido procediendo desde tiempos inmemoriales. 

Y no solo en el entorno de los sacerdotes, sino en todos los espacios del poder eclesiástico y en sus dirigentes: cardenales, arzobispos, obispos, miembros de la Curia romana, miembros de congregaciones religiosas, responsables de parroquias, capellanes de congregaciones religiosas femeninas, profesores de colegios religiosos, formadores de seminarios y noviciados, padres espirituales, confesores, etcétera.

Todos ellos se consideran representantes de Dios y sus comportamientos, por muy perversos que sean, se ven legitimados por “su” Dios, el Dios varón que ellos han creado a su imagen y semejanza para ser perdonados por sus crímenes y librarse de las condenas terrenales y, a través de la absolución, también de las penas eternas, razonando de esta guisa: solo Dios es capaz de juzgar y, en su infinita misericordia y bondad, perdonar los pecados no solo los veniales, sino también los mortales, incluidos los crímenes, como ha llamado el papa Francisco a las agresiones contra niñas, niños, adolescentes y jóvenes indefensos. Se creó así un cerco eclesiástico que impide llevar los casos de pederastia a los tribunales.  

La raíz de la pederastia se encuentra en el poder detentado por las personas sagradas, un poder omnímodo y en todos los campos: poder sobre las conciencias que requieren de guías morales que orienten en el camino de discernimiento del bien y del mal, y esos guías son los representantes de Dios; poder sobre las mentes para uniformarlas sin posibilidad de disentir y para discernir la verdad de la falsedad, que llega a poner entre paréntesis la razón y reclama la iluminación de la fe bajo la guía del magisterio eclesiástico; poder sobre las almas, que, desde una antropología dualista, es lo único a salvar del ser humano; poder sobre los cuerpos, que se convierten en propiedad de las masculinidades sagradas, objeto de colonización y de uso y abuso a su capricho. 

Se trata de un poder omnímodo, sin control de instancia humana alguna, sin equilibro de otros poderes, porque en la Iglesia católica no hay división de poderes, sino que todos están concentrados en el papa y en sus representantes, nombrados con el dedo del sumo pontífice, como tampoco hay democracia que reconozca el derecho de elegir o de cesar a los representantes.  

Pero no es un poder cualquiera, sino un poder patriarcal sobre las mujeres, los niños, las niñas, los adolescente, los jóvenes y las personas más vulnerables y más fácilmente influenciables entre los fieles. Un poder que se caracteriza por tener una organización jerárquico-piramidal donde las personas creyentes de base no tienen otra función que la de obedecer y cumplir órdenes y donde las mujeres son excluidas del acceso directo a lo sagrado y eliminadas de los ámbitos donde se toman las decisiones que afectan a toda la comunidad cristiana, y por imponer una moral sexista y misógina. 

Lo confirma el obispo australiano G. Robinson en su libro Sexualidad y poder en la Iglesia (Sal Terrae, Santander), encargado por la conferencia episcopal de su país para investigar los casos de pederastia: “Más que de un problema de sexualidad en los casos de pederastia, es un problema de poder, el poder de un clero sacralizado y, por ello, inapelable” 

La pederastia clerical se convierte así en la mayor perversión de la divinidad, de lo sagrado y de la religión, en su mayor descrédito tanto para las personas religiosas como, con más motivo, para quienes se declaran no creyentes. Pero quizá lo más grave es que el comportamiento criminal de los pederastas y el silencio de la jerarquía terminan por desacreditar a la comunidad cristiana, a toda la comunidad cristiana, desconocedora de dichas prácticas durante varias décadas y sin tener responsabilidad alguna en tan terribles crímenes.

Hoy la comunidad cristiana, que ya conoce tamaños crímenes, debe levantar la voz profética de denuncia contra los pederastas y sus cómplices. Callar se convierte en delito: delito de silencio. A decir verdad, apenas escucho voces individuales o colectivas críticas en el seno de la comunidad cristiana, salvo en algunos colectivos que son otra voz de Iglesia.

El juicio y las sanciones contra los pederastas, una vez demostrados sus crímenes, deberían recaer también contra sus encubridores, que ocupan las más altas esferas eclesiásticas. En otras iglesias nacionales se han producido ceses o renuncias en la jerarquía: obispos, arzobispos, cardenales, incluso nuncios del Vaticano. En España, ni un solo cese, ni una sola renuncia. Mucho me temo que la Justicia civil siga teniendo todavía un temor reverencial hacia las jerarquías de la iglesia católica y eso le impida depurar responsabilidades e investigar hasta el fondo a quienes durante décadas han permitido actuaciones tan horrendos crímenes.

Juan José Tamayo es autor, entre otros, de Pederastia; ¿Pecado sin penitencia?, Erasmus Ediciones, 2024

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